05 de febrero de 2013. Como en
todas las acciones humanas, y de manera relevante, aquellas conducidas desde el
gobierno, que tiene la obligación de rendir cuentas, la evaluación es un
instrumento fundamental para conocer la situación en la que tal o cual asunto se
encuentra y qué tan lejos se está de donde se quisiera. Sin embargo, no hay que
perder de vista que, si bien la evaluación es una herramienta que debiera estar
despojada de cualquier carga ideológica, en realidad no es así.
Es en ese contexto que debemos
ubicar los procesos de evaluación que han venido imponiéndose para valorar la
administración pública, sobre todo desde que la concepción neoliberal de la
economía logró prevalecer.
La pregunta no es si la
evaluación resulta necesaria, sino quiénes están legitimados para decidir acerca
de ella, a partir de qué premisas y qué se busca una vez obtenidos sus
resultados.
En materia educativa, como en
otros asuntos, la evaluación se ha convertido en una forma de conducción
política a través de un enjuiciamiento aparentemente neutral, por lo que no es
casual sino causal que sea la OCDE o el Banco Mundial los que decidan qué y cómo
se evalúa la educación nacional y, en consecuencia, hacia dónde deben orientarse
las políticas públicas a ella dirigidas.
Sin desconocer la necesidad de
mejorar los niveles de desempeño que los procesos evaluativos otorgan a los
alumnos mexicanos en el dominio de las matemáticas o del español, y el deber de
acercarnos a los logrados por alumnos de otras latitudes, es indispensable
asentar que una evaluación integral del rendimiento escolar en el país solo es
posible si dicha evaluación reconoce otros elementos, tanto o más determinantes
que los saberes en sí, como sería la nutrición de los educandos, sus niveles de
salud, el ambiente sociocultural en que se desenvuelven o las condiciones
físicas y de equipamiento de las escuelas.
De verdad, ¿resulta tan difícil
entender que un alumno que acude a la escuela sin los nutrientes necesarios
tendrá un desempeño menor que otro que está bien alimentado?; en un país donde
uno de cada cuatro niños tiene niveles de pobreza alimentaria, ¿ello no influye
en los resultados de ENLACE o de PISA?
A la par de estas severas
distorsiones que los exámenes estandarizados se niegan a reconocer, la
evaluación educativa ha sido aprovechada con dos propósitos altamente
disruptivos, que ponen en riesgo la correcta interpretación y mejora de la
educación, así como el sano desarrollo del proceso social y político que se
despliega día a día, todos los días, y que se concreta en la escuela pública; no
hay que perder de vista que el hecho educativo es un hecho político, el más
relevante quizás.
El primer propósito pretende
responsabilizar a los maestros de los bajos niveles logrados en los exámenes
estandarizados, con el argumento de su mala formación y su inadecuada educación
continua, obligaciones ambas del gobierno. El segundo, afirmar que los maestros
se resisten a la evaluación, lo que ha conducido al gobierno a condicionar la
permanencia del docente a los resultados de los procesos evaluativos, hecho que
no solo los amenaza sino que puede envilecer cualquier acción que busque elevar
la calidad de la educación hacia el futuro.
En esencia, la educación es un
pacto sobre qué tipo de personas queremos formar, en qué plazo y qué toca hacer
a cada quien, incluidos los maestros pero no solo ellos, y la evaluación deberá
proveer de las opciones para lograrlo; si la evaluación, definida por instancias
nacionales o desde los centros financieros de poder, no sirve a dicho pacto, la
mejora educativa no podrá honrarse.
La evaluación debe impactar la
calidad de la educación, pero también la correcta relación y expectativas
laborales de quienes la sirven y, en consecuencia, la paz social; esa es su
verdadera responsabilidad y dimensión política.
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